[Foto por Dan Freeman de Unsplash]
Cecilia Güemes
Universidad Autónoma de Madrid
1. La solución
A veces se presenta la participación como una demanda o reivindicación de colectivos sociales frente al desencanto con el funcionamiento de las instituciones representativas, el hastío con la corrupción, el hartazgo con la ineficacia y lentitud de las políticas, la impotencia frente a las crisis económicas y las políticas de austeridad. En este sentido, los ciudadanos no quieren expresar su voz una vez cada cuatro años, delegar el poder en tecnócratas y esperar a ver qué pasa. Tampoco quieren limitarse a controlar cómo lo hacen los gobiernos o esperar la rendición de cuentas para pedir responsabilidades o castigar a los gobernantes. Los ciudadanos quieren tomar las riendas de los problemas que los afectan y debatir, co-diseñar, co-definir y co-implementar las soluciones.
Otras veces la participación se propone como una necesidad de las instituciones. En un mundo complejo e incierto, la gobernanza de lo social reclama la coordinación, articulación e integración de esfuerzos, saberes y recursos que están más allá del Estado. En esta línea, la participación se visualiza como una estrategia de los gobiernos para incrementar el poder infraestructural del Estado, potenciar la innovación colaborativa, recoger la creatividad social y mejorar la eficiencia de los servicios y políticas públicas. La participación es una herramienta política a la que los gobiernos se comprometen poner en marcha en foros y alianzas internacionales para mejorar su desempeño.
En el primero de los casos la participación se vislumbra como conquista social, en el segundo como fruto de la necesidad organizacional. En ambos casos, se espera que la participación tenga el potencial de regenerar el vínculo herido entre políticos, funcionarios y ciudadanía, a la vez que alimentar a los gobiernos con ideas, conocimientos y recursos que están por fuera del Estado para atender a un futuro incierto.
Sin embargo, no todas las experiencias de participación logran reconfigurar el vínculo entre ciudadanía y políticos/funcionarios y crear confianzas mutuas que permitan pensar en una colaboración continuada en el tiempo y profundizar la democracia (Güemes y Resina, 2018: 73-84).
La pregunta es: ¿cuándo, en qué condiciones, en qué espacios/lugares y con qué dinámicas la participación desarrolla la democracia y crea confianza? A continuación, señalamos una serie de parámetros que nos ayudan a responder este interrogante.
2. Los parámetros
Lo primero a apuntar es que la participación ciudadana profundiza la democracia solo si es capaz de incluir nuevas voces (las de los ausentes, las de los que normalmente no participan, la de los marginados) y ocuparse de temas sustanciales (aquellos que atraviesan la vida ordinaria de los ciudadanos, aquellos que no nos dejan conciliar el sueño y comprometen su futuro).
Si la participación ciudadana se limita a crear un nuevo canal para que ejerzan influencia aquellos que siempre la han tenido sin tocar las desigualdades estructurales que atentan contra la libertad que presupone el ejercicio de la poliarquía o no logra ocuparse de temas claves en su presente (medioambientales, urbanos, estructurales), la participación podrá ser innovadora pero no es democrática.
En segundo lugar, la participación crea confianza en la medida en que reduce la distancia entre funcionarios públicos y ciudadanos, ajusta expectativas y distribuye poder. Las estrategias de participación digital pueden ser muy abarcadoras y alcanzar a ciudadanos no organizados, pero fomenta un tipo de participación privada y des-intermediada que sirve para consultar pareceres o tomar decisiones aunque difícilmente genere debate capaz de desmontar estereotipos sobre el otro, afectos y complicidades propias del encuentro presencial. Por ello, junto a mecanismos digitales, es conveniente diseñar estrategias de participación presencial donde las dimensiones emocionales y sociales de la confianza puedan desarrollarse (Güemes, 2019).
Para iniciar la confianza es importante construir de manera reflexiva y mediante intercambios afectivos un modo de relacionarse. Ello supone superar la distancia de conocimientos y establecer metas conjuntas en las que los funcionarios públicos involucren desde el inicio a los ciudadanos (en lugar de comenzar procesos con objetivos previamente fijados), a la vez que se fijen unas expectativas claras sobre “quién promete” y “quién cumple” (Corbett, Le Dantec, 2018).
En tercer lugar, y a colación de lo anterior, cobran relevancia el dónde y el cómo. Sobre el dónde, los nuevos espacios institucionales como los laboratorios, donde las normas formales e informales no están claras y las relaciones son más horizontales y desprejuiciadas, son una opción a tener en cuenta. En estos lugares las probabilidades de desbloqueo son más altas que si el encuentro se desarrolla en sitios oficiales (despacho de un funcionario, por ejemplo), donde las cartas vienen marcadas por la dinámica previa (pedir, negociar, convencer al otro) (Resina, 2019).
En lo que atañe al cómo, lo relevante es cuidar el diseño del proceso; esto supone reglas claras y una gestión sincera de las expectativas, sin despertar falsas esperanzas ni esconder potenciales problemas y limitaciones. También la conducción del proceso debe ser capaz de generar relaciones de respeto mutuo, en las que se propicie un terreno común sobre cómo abordar el desacuerdo y se establezca una forma de gestionar y convivir con esas diferencias. Para ello es fundamental se dedique el tiempo suficiente al debate y a la construcción de las relaciones, con un calendario pausado y con oportunidades para una interacción continua que permita conocer y reconocer al otro. Por último, es clave la participación activa de responsables y técnicos públicos con capacidad de decisión, ya que ello dota de credibilidad al proceso mismo y permite responder mejor a los interrogantes y las propuestas de los participantes (Brugué, Feu y Güemes, 2018).
Si hemos considerado todas estas cuestiones es probable que la participación contribuya al desarrollo democrático y siente las bases de la confianza, pero: ¿habremos incrementado la eficiencia de los servicios y bienes públicos o alcanzado resultados más eficaces?
3. La evaluación
Los procesos participativos, si se diseñan efectivamente y alcanzan resultados, son valiosos para todos. Para los políticos, si logran que los ciudadanos estén más satisfechos con sus gobiernos y reduzcan la desafección ciudadana. Para los funcionarios, si mejoran el diseño o facilitan la implementación de mejores servicios públicos. Para los ciudadanos, si se incorpora su punto de vista y se avizoran hechos concretos y palpables.
En este punto la diferenciación entre resultados (outputs) e impactos (outcomes) es relevante y necesaria.
Los productos concretos de la participación son importantes para que no se pierda la fe e ilusión en los procesos participativos. Los funcionarios y los ciudadanos están invirtiendo tiempo y esfuerzo y este solo se ve recompensado cuando hay algo concreto que resulta del trabajo colaborativo, algo que se ve. En este sentido, es fundamental que desde el inicio se ajusten expectativas sobre lo que es posible o no obtener y se elaboren conjuntamente indicadores capaces de medir el éxito del ejercicio participativo. Si luego de trabajar solo se llega a conclusiones vagas, a memorias generales o lo que se planifica o prototipa no se hace realidad, la desilusión y frustración hacen que las personas no vuelvan a vincularse a estos procesos y además pierdan la poca confianza que había.
Si los resultados son especialmente importantes para la ciudadanía y funcionarios involucrados, los impactos deben serlo para los gobiernos. Los efectos a mediano y largo plazo que transformen las bases de las interacciones, den cabida a la innovación y generen un terreno fértil donde la confianza pueda crecer son la meta sustancial de todo el esfuerzo. Transformar instituciones o desarrollar afectos y nuevos imaginarios colectivos no sucede de un día para el otro. Aunque poco cuantificable, ese impacto es clave para superar distancias y empezar a creer en el otro. El entrar en contacto, reconocerse en el otro, conversar y compartir debe de alguna manera valorarse, medirse y evaluarse (Güemes y Resina, 2019).
Ser capaces de medir, difundir y comunicar adecuadamente los resultados e impactos de los procesos participativos es uno de los principales retos que deben abordar gobiernos que se aprestan a introducir la participación o ya la tienen en marcha. Incluso en aquellos casos en donde no se logra lo esperado, explicar el porqué ello ocurre es fundamental para no dilapidar el capital social y emocional invertido por sus participantes.
Para concluir, gobernar el futuro supone imaginarnos cómo deseamos que sea ese futuro a la vez que incorporarlo en nuestro presente. Si queremos que ese futuro sea democrático y creemos que la participación es una herramienta que contribuirá a eso, la tarea que nos debe ocupar es la de diseñar procesos de participación que integren a los ausentes, redistribuyan poder y sienten las bases de la confianza. Diseñar dispositivos de evaluación de resultados e impactos es sin duda un paso claro en este camino que permitirá un ajuste constante de las herramientas y nos permitirá avanzar en el camino señalado.
Cecilia Güemes, Investigadora y Docente en la Universidad Autónoma de Madrid. Presidenta del Grupo de Investigación en Gobierno, Administración y Políticas Públicas (GIGAPP, España). Fue investigadora (2017) y luego coordinadora (2019) del Programa Madrid Escucha en Medialab Prado, (Ayuntamiento de Madrid).
Su campo de investigación se centra en temas de confianza, políticas públicas y cambio social en Iberoamérica.
Sus publicaciones pueden encontrarse en https://uam.academia.edu/CeciliaGuemes
Email: cecilia.guemes@uam.es
Twitter: @CeciliaGuemes