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«Cultura y participación», por Santiago Eraso

Categoría del post Firmas y Artículos destacados Fecha de publicación de la noticia

Ya en 1970 Carole Pateman teórica política y feminista británica, en su célebre Participación y teoría democrática [1], nos recordó que el concepto de democracia está en un permanente proceso de redefinición y, en algunos casos, también cuestionado por el uso y abuso de su sentido; sobre todo, cuando se enuncia como una abstracción inamovible o se considera patrimonio exclusivo de las democracias liberales constitucionales, esencialmente representativas y delegativas. Con todas las dificultades que conlleva su definición, casi todas las disquisiciones siempre subrayan el papel legitimador que le confieren las ciudadanas y ciudadanos. La democracia sería, por tanto, poder del pueblo, para el pueblo y por el pueblo; el poder de la gente cualquiera, sea de la condición que sea.

Sin embargo, más allá de la retórica, a la vista de cómo se extiende el malestar por el mundo, no parece que la democracia esté pasando por su mejor momento. En la introducción de Democracias. Participación, deliberación y movimientos sociales [2] (2017), Donatella della Porta, directora del Centro para el Estudio de los Movimientos Sociales de la Escuela Normal Superior de Florencia, nos indica que muchos estudios recientes comienzan mencionando una paradoja evocada por Davil Held en La democracia y el orden global. Del Estado moderno al gobierno cosmopolita [3]: por un lado, en términos cuantitativos y parlamentarios, parece que se incrementa el número de países democráticos en el mundo (los optimistas siempre dirán que nunca estuvo la democracia tan desarrollada y extendida), pero, por otro, según los datos que recogen casi todas las estadísticas sobre desigualdad, disminuye nuestra satisfacción en relación a su efectividad en la calidad de vida de muchas personas. Así, podríamos decir que los sistemas denominados democráticos crecen, pero también que su ascendencia popular desciende y, en consecuencia, aumenta la sensación de descontento.

En reiteradas ocasiones Zygmunt Bauman [4] nos ha recordado que estamos perdiendo el control de nuestras vidas, que somos reducidos, cada vez más, a la condición de peones movidos de un lado para otro en una partida global librada por jugadores ajenos a nuestras necesidades, que incluso nos consideran ineptos y por supuesto están dispuestos a sacrificarnos en pos de sus intereses.

Estas palabras que nos hablan también de la crisis de la democracia -al menos de sus formas de representación- no son nuevas. En 1997, diez años antes de que estallara la última burbuja financiera, principal causante de la desafección popular, Manuel Castells en su célebre trilogía, ya casi histórica, La era de la información [5], decía que a la crisis de legitimidad del Estado-nación debíamos añadir la crisis de credibilidad del sistema político que lo sustenta, en gran medida basado en la competencia de los partidos políticos clásicos. Años después, el 15M también proclamaba entre sus consignas que la élite política “no nos representa”, “le llaman democracia y no lo es” o exigía “democracia real ya”. No hay duda de que –como decía Castells- el sistema de partidos, tal como se ha desarrollado hasta ahora, sigue generando desconfianza entre muchos ciudadanos: los partidos políticos dependen de liderazgos “profesionalizados” y personalistas –la dedicación política es cada vez menos vocacional y más una salida laboral-, y de organizaciones cuyo funcionamiento, olvidando su función pública, es muy parecido al de las empresas privadas; están subsumidos en técnicas electorales mediáticas y publicitarias, muy determinadas por sofisticadas herramientas tecnológicas que orientan y  manipulan el sentido del voto –sondeos, redes sociales, medios de comunicación- de modo que las ideas y programas suelen ser sustituidos por convenientes mensajes propagandísticos; mantienen dudosas formas de financiación que limitan su independencia respecto de los poderes financieros y empresariales; y continúan dirigidos por aparatos burocráticos que los convierten en estructuras poco trasparentes y cada vez más distantes de la gente a la que, alejándola de los espacios de deliberación y participación, tan solo se le convoca a votar en periodos electorales.

Tanto es así que vivimos en tiempos inacabablemente electorales como nos recuerda Marina Garcés en su artículo “Fin de la delegación”[6]. Para Garcés, el sistema de partidos tradicionales tan solo permite escoger una y otra vez a nuestros representantes. Por el contrario, la experiencia del 15M, y otros acontecimientos similares que acaecieron en otros lugares del mundo, abrió -eso creíamos- la posibilidad de rescatar la potencia primigenia de la política como herramienta para actuar en común, reapropiarnos de nuestras vidas e intervenir en la gestión directa y democrática de nuestras ciudades. Votando, pero de forma que la delegación fuera sustituida, por lo menos en parte, por una mayor implicación en la gestión de todos los ámbitos que conciernen a nuestras vidas. Sin embargo, hoy parece difícil que alguna fuerza política actual, vieja o nueva, pueda ser capaz de articular ese fin de la delegación tal como la conocemos a través de las instituciones existentes.

Este escepticismo hacia la política profesional no significa que haya una despreocupación por la democracia. Al contrario, cuando se percibe que las movilizaciones para defender alguna acción política adquieren significación y, por tanto, la presión ejercida tiene respuestas en forma de nuevas leyes, aumenta el compromiso. Una parte de la ciudadanía no estamos dispuestos a renunciar a la esperanza, ni a la posibilidad de pensar otras formas de representación, delegación, deliberación, participación e implicación más democráticas. Mientras cierta concepción de la democracia se presenta burocratizada y centralizada en los vértices del poder, reclamamos la necesidad de llevar las decisiones sobre las instituciones claves de la sociedad o de la esfera del trabajo y de la comunidad los más cerca posible de las personas, habilitando mecanismos de redistribución de la responsabilidad social, pero sobre todo del poder de los que menos tienen. Es decir, requerimos una democracia de poderes diseminados en la sociedad, como nos dice Pierre Rosanvallon en La sociedad de los iguales [7] (2012) o Jacques Rancière en su El maestro ignorante. Cinco lecciones sobre la emancipación intelectual [8]:[…] una comunidad de iguales que repudiaría la división entre los que saben y los que no, entre quienes poseen o no la propiedad de la inteligencia. Solo sabría de espíritus que actúan: hombres –y añado mujeres- que hacen, que hablan de lo que hacen y transforman así todas sus obras en medios para señalar la humanidad que está con ellos, como en todos. Sabrían que nadie nace con más inteligencia que su vecino, que la superioridad que alguien declara es solo el fruto de su aplicación en el manejo de las palabras, tan encarnizada como la de cualquier otro en el manejo de sus herramientas; que la inferioridad es consecuencia de circunstancias que no han obligado a ir más allá en la búsqueda”.

Por tanto, cualquier cambio político de las estructuras de poder puede estar condenado al fracaso si no está acompañado también por una transformación de las sensibilidades culturales –el reparto de lo sensible para la emancipación de cualquiera dice Rancière- que animan el conjunto de la vida. Existe cierta unanimidad sobre la importancia social del arte y la cultura. Parece que todos, con más o menos matices, estamos de acuerdo en que sus manifestaciones son bienes comunes que debemos preservar y fomentar, porque sus diferentes expresiones –la lengua, los usos y costumbres, la manera en la que determinamos nuestras relaciones personales (diferencias de género, convenciones familiares, etc.) y sociales (símbolos, ritos comunitarios, sagrados o profanos, fiestas), las formas artísticas (la música, la literatura, el cine) o las del conocimiento (la filosofía, la ciencia, la historia…) la manera de vestir (jeans, velo, minifalda, smoking) o de alimentarnos- conforman sustancialmente nuestras vidas y nos constituyen como seres humanos capaces de convivir en comunidad, aunque sean a la vez ámbitos de confrontación y antagonismo.

De hecho, aunque casi ningún líder político hable sobre cultura de forma concreta, en sus programas electorales la mayoría la enarbola con orgullo genérico, como seña de identidad y marca nacional (en este caso ese reparto de lo sensible se hace únicamente entre un “nosotros” patriótico y defensivo). Cuando Santiago Abascal, el líder ultraderechista español, dice que VOX ha llegado a las instituciones para producir un cambio político y cultural, lo hace pensando en que la cultura también puede ser una de las mejores armas para terminar, de una vez por todas, con las ideas progresistas que él identifica, sin matices, con doctrinas de izquierdas, en las que incluye a cualquier ideología que no comparta su ideario totalitario. Lo afirma a menudo porque está absolutamente convencido de ello. Lo repitió desde el balcón de su la sede de su partido la noche de las últimas elecciones.

La propia imagen que proyecta de sí mismo, como muchos de sus compañeros, es un amplio catálogo de esas formas culturales que, nunca mejor dicho, pretenden restaurar: virilidad dominante, orgullo de raza, nacionalismo y militarismo patriótico a ultranza, anti liberalismo intelectual, características todas ellas que, sin ningún reparo y en buena lógica, les hacen proclamarse admiradores de las grandezas y la superioridad del viejo imperio español y, por supuesto, como no, de las bondades ideológicas de la dictadura franquista.

Una superioridad que en el caso español se proclama desde una supuesta identidad grecorromana, latina y cristiana –la España ultra católica-  absolutamente parcial, incluso contraria al espíritu primigenio del cristianismo, que, como dice Santiago Alba Rico en “Retrocesos, repeticiones, restas” [9], se hace desde la construcción de un imaginario racista, al son del “nosotros primero”, que necesita enemigos internos para proclamar la primacía de los españoles. Este españolismo nacionalista, absolutamente mítico, étnicamente homogéneo y profundamente anti europeísta que defiende VOX supondría la criminalización de cualquier forma de expresión cultural o lingüística diferenciada de muchos ciudadanos del Estado, porque ese nacionalismo preconiza una comunidad estable en un territorio indivisible, un “pueblo” homogéneo con solo una cultura y única religión y, desde luego, una lengua, el castellano. Como sostiene Édouard Glissant, el gran poeta francés del mestizaje nacido en La Martinica, en Introducción a una poética de lo diverso [10] “estos relatos, derivados de la escritura épica y casi escritos al dictado de los dioses, están íntimamente ligados con el objeto cerrado, la trascendencia, la inmovilidad corporal y con una especie de tradición de la consecución, que denominamos pensamiento lineal”.  

Hay que tener en cuenta que cuando proclamamos de manera bienintencionada los valores abstractos de la cultura, desde una visión idealista, olvidamos la peor cara de sus formas específicas más opresoras y su sustancial relación con las estructuras económicas y reglas sociales dominantes. Para poder entender y combatir la actual deriva neoconservadora mundial y, en concreto, el resurgir de la extrema derecha en toda Europa, no debemos pasar por alto que la educación, el arte y la cultura son campos dialécticos de sentido, muchas veces contrapuestos. Son, como la misma vida, campos de batalla donde se dirimen formas muy dispares de existencia. No hay ninguna duda de que, a lo largo de la historia, el arte, la cultura y la educación nos han aportado herramientas para ayudarnos a pensar el mundo, para transformarlo y mejorarlo, pero lamentablemente también han sido, en demasiadas ocasiones, poderosas y peligrosas armas para perpetuar “el orden” en sus formas más fanáticas e intolerantes. El franquismo, el fascismo, el nazismo y el estalinismo lo tenían claro, por eso utilizaron el poder para imponer su ideología autoritaria y para conseguirlo se sirvieron del arte y la cultura. Es la “hegemonía cultural” que Antonio Gramsci [11] denominó como el conjunto de mecanismos –fundamentalmente el sistema educativo y los medios de comunicación-  mediante los cuales las élites regulan la vida social, validan o censuran determinadas tradiciones o normalizan las formas de relación dominantes que, según ellas, siempre deberíamos percibir como hechos naturales o inevitables.

Sin embargo, como nos dice Giorgio Agamben en Arqueología de la política [12] citando a Shlomo Pines -uno de los últimos grandes estudiosos capaces de dominar la cultura judía, la cultura árabe, la griega y la latina-: “[…] cualquier cultura, en cualquier momento de su historia, se construye siempre en combinación y en relación con otros pueblos y culturas diversas. Por lo tanto, la cultura que se crea en un momento determinado no es nunca la cultura de un solo pueblo, no es nunca una única cultura, sino que está, en cambio, constituida por el complicado encaje de las relaciones entre diferentes culturas”.

Así, hoy es perentorio desarrollar nuevas subjetividades que refuten la defensa de cualquier tipo de unidad formal identitaria y cuestionen permanentemente nuestras estructuras mentales, sin miedo a su hipotética disolución. Por tanto, más allá de esa, a veces demasiado ilusa, concepción transformadora y progresista del arte y la cultura, no debemos  olvidar que el acceso a los saberes y a su producción o la implicación social que podamos reclamar a las ciudadanos están atravesados por una pesada carga histórica –en términos marxistas, el materialismo histórico indisolublemente vinculado a la lucha de la clase- que nos obliga a interrogarnos sobre su verdadero sentido democrático. Es evidente que la participación de los sujetos subalternos y sectores marginalizados de la sociedad está determinada por su condición de excluidos históricos. Exclusión causada por graves desajustes estructurales de clase, género y raza, inscritos además en una concepción colonial que deja a una parte del mundo sin voz y fuera de ese “bienestar” de la modernidad eurocéntrica. En términos de acceso a la educación o a la implicación en los procesos creativos, nada es igual para la hija de una emigrante latinoamericana, soltera y con trabajo precario, que para el hijo de un magnate de la banca. Y esta es una cuestión que lamentablemente se olvida con demasiada frecuencia cuando hablamos de participación.

El capitalismo ha conseguido que la sociedad entera se haya vuelto una articulación de producción, logrando que nuestras vidas se conviertan en el verdadero mercado y, por tanto, el acceso a la cultura se vuelva, casi exclusivamente, pulsión de consumo y corra el riesgo de desaparecer como elemento emancipador o de rebelión. Con la complicidad de los Estados, un consumismo exacerbado alentado por la industria cultural tiende cada vez más a reducir el valor de la cultura a una cuestión de coste-beneficio y, en demasiadas ocasiones, su defensa se limita a proteger en exclusiva su valor de cambio como motor económico. No hay más que fijarse en la manera en la que los gobiernos europeos apoyan a las grandes industrias del ocio y la cultura, a las grandes corporaciones tecnológicas de la información o apuntalaron las ciudades marca, con sus excesos urbanísticos y arquitectónicos, y ahora impulsan políticas culturales orientadas al desarrollo turístico.

En 1967, Henri Lefebvre en su célebre El derecho a la ciudad [13] planteó que el urbanismo moderno implementado por el Estado y el capital era una estrategia que, mediante la producción y racionalización del espacio, mercantilizaba la vida urbana. Es decir, se reduce la cultura a su condición utilitaria, despojándola de todo su potencial político –entendido como la capacidad democrática de las personas para construir las ciudades en las que queremos habitar- y, sobre todo, emancipador –la posibilidad de redistribuir recursos comunitarios (escuela, vivienda, sanidad, trabajo digno, vida social y cultural, etc.) que permitan vivir con dignidad la vida que deseamos y no la que nos obligan a padecer. Por tanto, se trata de recuperar el derecho a la ciudad, lo que implica una concepción mucho más ecológica y feminista de la cultura en el marco de una economía anti-poscapitalista, que erradique la pobreza y la desigualdad social, y permita la participación e implicación ciudadana para poner el bien común en el centro de sus objetivos.

El colectivo Paisaje transversal, oficina madrileña de innovación y participación urbana, lo dice con toda claridad en Escuchar y transformar la ciudad. Urbanismo colectivo y participación ciudadana [14]: “Para nosotros, los esfuerzos deberían ir orientados hacia proponer a lo largo de todo el proceso –en su caso se refieren a obras públicas y proyectos urbanísticos- y en los diferentes momentos (desde el análisis a la ejecución, pasando por las fases de diseño), espacios de diálogo, construcción y aprendizaje colectivos. Espacios donde el intercambio sea bidireccional, donde se pueda dar lugar a la negociación de visiones y a la búsqueda de acuerdos que satisfagan a las diferentes perspectivas. En participación estamos en un momento de aprendizaje, de pruebas y de errores”. Desde mi punto de vista, el problema de fondo es que no hemos avanzado en esta línea, porque las instituciones públicas casi nunca están dispuestas a llevar esos procesos hasta sus últimas consecuencias y asumir todos los riesgos que conlleva.

Más allá de enunciados teóricos, he de reconocer que su aplicación práctica es mucho más complicada de lo que parece, no solo por las inercias burocráticas sino también por nuestra inexperiencia. A lo largo de mi carrera profesional lo he intentado en varias ocasiones, con propuestas y resultados muy diferentes: desde aquellas iniciales “reuniones” con asociaciones culturales locales, casi asamblearias, que pusimos el marcha a principios de los años ochenta desde el primer ayuntamiento democrático de Tolosa para definir los contenidos de la Casa de Cultura, de la Comisión de Juventud o la de Fiestas, pasando por los intento de “cogestión cultural” que experimentamos a principios de siglo en Arteleku con el programa denominado “Proyectos asociados”, hasta mi simpatía y apoyo al sorteo a la hora de elegir representantes públicos, y terminando por los diferentes Laboratorios que organizamos para elaborar el programa de la candidatura de Donostia-San Sebastián a Capital Europea de la Cultura 2016 o los que creamos con el Ayuntamiento de Madrid durante mi breve paso por la Dirección General de Contenidos y Espacios Culturales de Madrid Destino, la S.A, sociedad que gestiona la mayor parte de los  equipamientos culturales más emblemáticos de la capital de España.

Entre el optimismo y la decepción, el entusiasmo y el miedo al fracaso, casi todos esos intentos destinados a extender las herramientas democráticas para la participación ciudadana han solido caer en sus más elementales contradicciones y contrasentidos: en primer lugar, por la propia condición “paternalista”. El Estado, en el fondo, no confía en la ciudadanía y, casi siempre, la instrumentaliza, supeditándola al mandato de los medidores técnicos de la administración. Es decir, los procesos se burocratizan y, una vez terminada su función “consultiva” por la que han sido convocados, los ciudadanos se repliegan y, frustrados, abandonan la responsabilidad. En otras ocasiones, los procesos son simples mecanismos de legitimación de ideas previamente elaboradas y decididas en las “cocinas” de los partidos políticos gobernantes. En este caso, la desconfianza se convierte, directamente, en manipulación intencionada. Aunque el uso de Internet y de diversas herramientas tecnológicas están abriendo nuevos mecanismos de deliberación y participación política, el acceso a esas tecnologías todavía se encuentra en una fase incipiente y no se puede afirmar que su uso respete todas las garantías de privacidad, al contrario, se perciben como herramientas de control.

En segundo lugar, el hecho, casi inevitable, de que todos estos procesos acaben teniendo muy poca legitimidad, paradójicamente, por falta de participación. Es decir, se les acusa de ser, más o menos, excluyentes, exclusión afecta sobre todo a las personas que deberían tener más atención.

A propósito de esta cuestión, Luc Boltanski y Eve Chiapello en su célebre El nuevo espíritu del capitalismo [15] decían que “[…] para construir una ciudad por proyectos y conexionista se precisaría del encuentro de diversos actores con lógicas de acción diferentes”. En el mismo sentido se pronunció el sociólogo Ramón Ferrer [16] en relación a los procesos de participación que el Ayuntamiento de Madrid, presidido por Manuela Carmena, puso en marcha en 2016 en los barrios del sur, Arganzuela, Tetuán y Usera, diciendo que era básica la elaboración de un reglamento que contase con el favor de los tres grandes grupos implicados: responsables políticos, personal técnico y vecindario. De esta manera, podríamos afirmar que en primer lugar se precisa de la existencia de la crítica tenaz e inventiva de los movimientos sociales para que ejerzan una presión constante sobre los representantes políticos y sobre los expertos y profesionales (funcionarios de alto nivel, juristas, economistas, sociólogos, etc.), actores igualmente indispensables y responsables de la planificación de dispositivos de lucha contra la exclusión. Así pues –subrayan Boltanski y Chiapelle, “[…] la condición de cualquier acción reformista depende tanto de la participación de funcionarios de alto nivel, de políticos y de una parte de gestores empresariales lo suficientemente autónomos con respecto a los intereses capitalistas y a la tutela de los accionistas para darse cuenta de los riesgos de un ilimitado incremento de las desigualdades y de la precariedad o sencillamente para abrirse al sentido común de la justicia. Todos estos distintos actores son susceptibles de desempeñar un papel impulsor en la experimentación de nuevos dispositivos, de apoyar reformas en el marco parlamentario y de poner su pragmatismo y su conocimiento de los engranajes del capitalismo al servicio del bien común”.

Son muchas las prácticas de las que aprender —de otros países, de otras épocas— pero, en realidad, la democracia ¿es solo una cuestión de método?, se preguntaba en el año 2016 Pablo Carmona, activista, historiador y concejal de Ahora Madrid. ¿El mandar obedeciendo no dependería, más bien, de una distribución del poder a la hora de tomar decisiones? ¿Y las múltiples fórmulas participativas no corren el riesgo de ser usadas para legitimar procesos de transformación de nuestros hábitats ya decididos de antemano por los poderes fácticos? ¿Cómo hacemos entonces para que los métodos se ajusten de veras al objetivo principal, esto es, a un proceso de democratización de la toma de decisiones en todos los asuntos que nos afectan? No hay respuestas fáciles, pero, si existen posibilidades de encontrarlas actuando, merece la pena intentarlo.


[1] Carole Pateman, Participación y teoría democrática, (1970), Prometeo, 2014.

[2] Donatella della Porta, Democracias. Participación, deliberación y movimientos sociales, Prometeo, 2017.

[3] Davil Held en La democracia y el orden global. Del Estado moderno al gobierno cosmopolita, Ediciones Paidós, 1997.

[4] Zygmunt Bauman, La postmodernidad y sus descontentos, Akal, 2001; Trabajo, consumismo y nuevos pobres, Gedisa 2000; Comunidad. En busca de seguridad en un mundo hostil, Siglo XX,2006; Vidas desperdiciadas. La modernidad y sus parias, Paidos 2005.

[5]Manuel Castells, La era de la información (V. 1-3), Alianza, 1998-1997.

[6] Marina Garcés, “Fin de la delegación”, Ara Diumenge, 23 de mayo de 2015, reproducido en Fuera de clase. Textos de filosofía de guerrilla, Galaxia Gutemberg, 2016.

[7] Pierre Rosanvallon, La sociedad de los iguales, RBA, 2012.

[8] Jacques Rancière, El maestro ignorante, Laertes, 2003.

[9] Santiago Alba Rico, “Retrocesos, repeticiones, restas”, en El gran retroceso. Un debate internacional sobre el reto urgente de reconducir el rumbo de la democracia, Seix barral, 2017.

[10] Édouard Glissant, Introducción a una poética de lo diverso, Ediciones Cinca, 2016.

[11] Antonio Gramsci, Hegemonía y lucha política en Gramsci. Selección de textos, Ediciones Luxemburg, 2015.

[12] Giorgio Agamben, Arqueología de la política, Arcadia, 2019.

[13] Henri Lefebvre, El derecho a la ciudad (1968), Capitán Swing, 2016.

[14] Escuchar y transformar la ciudad. Urbanismo colectivo y participación ciudadana, Catarata, 2019.

[15] Luc Boltanski y Ève Chiapello, El nuevo espíritu del capitalismo Akal, 2002

[16]  Mencionado por Pablo Carmona en el curso No nos representan. ¿Estrategias de gobernanza o prácticas de autogobierno?, Traficantes de Sueños, 2016.

 

Fotografía por Adrian Dascal de Unsplash

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